PREGÓN DE LAS FIESTAS DE BOGAJO 2018
Buenas tardes a todos.
Antiguamente Bogajo tenía una pregonera, Socorrito, que anunciaba los
bandos del alcalde, la llegada de los comerciantes, y siempre remataba sus
pregones con un gracioso pareado. Este año el Ayuntamiento me ha brindado el
honor de ejercer esta noble tarea de pregonar las fiestas de mi pueblo.
Gracias, por ello, al señor alcalde y a toda la corporación municipal. Hace
falta que pasen los años para poder gozar mejor del pueblo que me vio nacer
y donde fui bautizada en la pila de Nuestra Señora del Peral. Y al volver a
él descubro nuevamente el pueblo en sus gentes, en sus monumentos, en sus
paisajes y en su fiesta de San Juan.
De su gente, me siento hija profundamente afortunada por haber nacido entre
vosotros. Me siento igualmente orgullosa de los que me precedieron y, sobre
todo, agradecida a los que vivís aquí y lo engrandecéis anónimamente con
vuestro trabajo cotidiano para mantenerlo y hacerlo más grato a los que
venimos a visitarlo de cuando en cuando.
Mi recuerdo más entrañable en esta noche de principios de fiestas es para
mis padres. Ellos cuando era niña me decían que en la mañana de San Juan el
sol sale bailando y que los mozos del pueblo ponían flores en la ventana de
sus amadas. Porque ellos siempre llevaban a Bogajo en el corazón. Mis padres
fueron de una gran generosidad. De ellos aprendí que la bondad es la manera
más bella y agradable de pasar por la vida. También de mis padres heredé el
apego al trabajo, a la laboriosidad, a la familia y el amor profundo a
Bogajo. Que no sólo es amado por ser mi pueblo, como el de mis padres, mi
amor responde también a una vivencia interior, pues hay en él un tesoro que
nunca olvido: Mi pueblo es cobijo, es regresar al primer latido en busca de
todo lo que no se encuentra fácilmente: la paz, la calma, el encuentro con
la verdadera naturaleza, con el saber popular con el que crecimos y
aprendimos a mirar, a interpretar, con el que comenzamos a descubrir el
valor de las cosas sencillas y de la palabra eterna.
Cuando regresamos a él mis hermanos y yo volvemos a reencontrarnos con esa
manera especial de sentir el paisaje de la infancia. Sentimos la armonía del
universo en el cielo sereno de la noche plagado de estrellas; revivimos el
júbilo que sentíamos de niños con el canto de los pájaros y la voz de la
madre al descubrirnos un mundo bello en el nuevo día... Y así fuimos
creciendo, con disciplina firme pero con gesto siempre de bondad y, sin
darnos cuenta, aprendimos a ser de otra manera, entendimos que la fortaleza
de la vida reside en nuestras raíces y que estas nos dan un estilo especial,
castellano, austero, pero alegre de estar en el mundo.
Nos formamos con la historia de las piedras de Bogajo, algunas preciosas
como los cantos de cuarzo que recogíamos de niños mis hermanos y yo en el
camino de Zancao, y que nos gustaba coleccionar y llevarnos a Madrid... Las
piedras son la señal de la permanencia de la esencia de las cosas. Como lo
son las peñas del Agua, las peñas del Millar, uno de nuestro lugares
predilectos en el paseo de la tarde al caer el sol. Allí, crecían los
zarzones junto a las peñas. Eran enormes, parecían árboles. Junto a ellas
hay una pequeña fuente que por su frescor, decía mi padre, siempre atraían
al atardecer a algún conejo... Por eso, la Tuli, que así se llamaba la
perra, pequeña, sin raza definida, pero listísima, que le trajeron de
Barrueco, era ordenada por mi padre a entrar en los zarzones y levantar al
conejo, que debía de estar allí en la tarde esperando a mi padre.
Así una y otra tarde la misma orden: ¡Tuli, hala por ellos!... ¡Tuli por
aquí, Tuli por allá...! Mis hermanos y yo mirábamos con resignación el
ajetreo de la perra y la voz de mi padre, porque ya sabíamos el final. La
perra se cansaba y se iba, mi padre se desgañitaba, y el conejo o conejos
seguían sin aparecer... Y al día siguiente... el mismo entusiasmo de mi
padre por el conejo... Porque lo que decía él no se cuestionaba. Era así y
punto. Pero "la Tuli", que dudaba, cuando le mostraba el camino se ponía
mohina y se daba la vuelta... y pobre del que pasara por allí y le dijera:
Señor Mariano, si no salen a estas horas los conejos... ¡Pobre de él y pobre
perra! que nunca supo si había conejos en los zarzones. Nunca aparecieron y
yo me quedo con la duda de si había conejos en los zarzones o era un juego
de mi padre para controlar a los siete hijos... porque no era tarea fácil...
En fin, siempre he asociado la imagen de las peñas a la firmeza y a la
historia de nuestro pueblo; peñas cargadas de energía y secretos, como las
hazañas que nos contaban nuestros mayores de las gentes que habitaron este
ilustre pueblo.
La piedra y el agua, la raíz del pueblo y de su historia, como lo es la
fuente de la Ermita. La fuente vieja, junto a la cual me he detenido muchas
veces, porque la siento como la imagen de la vida que fluye y nunca se
agota. Siempre está ahí perenne con su carne de granito entre el oscuro y el
blando verdor de su musgo manando el agua de la que hemos bebido tantas
generaciones del pueblo y deseo de corazón que sigan de ella bebiendo, es
decir, haciendo la historia de Bogajo mis hijos y nietos, si Dios me lo
concede.
A su lado, en la Ermita, se detenía mi padre a rezar, camino de la viña, su
rincón favorito, donde mejor se sentía él recorriendo el prado, arreglando
las vides, podando los árboles o plantando las verduras que comíamos todos
los veranos. Y cuidando del moral, por el que trepábamos mis hermanos y yo
para coger las moras... ¡Qué divertido era ! pero... ¡Qué ropas y qué manos
nos quedaban!
Del paisaje de mi pueblo, el río es otro de los parajes habituales de
nuestra juventud. Allí, mis hermanos y yo nos bañábamos, merendábamos,
jugábamos e intercambiábamos confidencias. El río se convertía en nuestra
fiesta y regocijo las tardes del verano. Hoy llevo en el relicario de mis
recuerdos uno especial perfumado y fresco, el de los atardeceres en la peña
de la aceña y en el puente del río junto a la suave brisa de los fresnos
como colofón de jornadas calurosas, llenas de alegría e ilusiones.
Árboles de Bogajo. Campo del Salegar con sus chopos altos y siempre
moviéndose, que parecían darnos la bienvenida cuando llegábamos y
despedirnos con sus hojas ya casi amarillas que comenzaban a caer, como
lágrimas de despedida cuando nos marchábamos.
Pero de todos los árboles de mi querido pueblo, el más especial, la encina,
de la Castilla vieja que cantaron Antonio Machado y Unamuno. Para mí, la
encina es el símbolo por excelencia de las mujeres del pueblo, de todas las
madres y, si me lo permitís, de la mía, Josefa Sánchez Abarca. La encina
condensa la esencia de las mujeres de Bogajo, por su firmeza, su
resistencia, su dureza y su calor guardado dentro de ellas para hacer con su
madera lumbre de vida y familia.
La encina vestida con su hoja perenne se esparce por la llanura de la Fuente
perenal y la Rade, con su perennidad e inmovilidad. Su inmovilidad al viento
de los tiempos, de los cambios en la política y en las modas, de los que
nuestras madres, siempre supieron encontraron la manera de preservar la
esencia de los valores para adaptarlos a los tiempos y transitar entre los
vientos serenas, firmes e ilusionadas. Nunca dejaron de ser ellas mismas.
La firmeza de la encina es como la de mi madre en la defensa de la fe y de
las tradiciones como señas de identidad que siempre mantuvo a pesar de los
años y de los distintos lugares en los que tuvo que vivir... Con su dulce
firmeza nos educó y nos mostró que el crecimiento debe ser como el de la
encina, lento, pausado y asentado en nuestras raíces como garantía de
solidez de las obras bien hechas. Con su serenidad nos endulzó la vida y las
comidas de las distintas temporadas: En otoño tocaba el dulce fruto de la
encina, las bellotas asadas que nos hacía con membrillo y las castañas
cocidas con anises.
La templanza y la fortaleza de ánimo son cimientos de nuestras madres y
naturalmente de nuestras vidas. En la actualidad, que a las mujeres nos ha
tocado desempeñar un papel activo en la sociedad y en la familia, no
hubiéramos podido cumplir el cometido sin haber recibido el saber estar, la
templanza y la fortaleza que nos transmitieron nuestras madres. Con su
quietud, nos enseñaron a conciliar voluntades a entender el signo de los
tiempos. Fueron las auténticas maestras de nuestras vidas.
Todo esto es la mejor herencia para las mujeres que hemos venido después; el
mejor ejemplo de esa templanza y fortaleza de ánimo, como las virtudes más
altas que supieron transmitirnos nuestras madres, a pesar de los tiempos
difíciles que les tocó vivir, consagradas a las labores de casa, a la
familia, pero brotando siempre de ellas sabiduría y alegría. Un ejemplo de
entrega y firmeza, como el que siguen representando las encinas del paisaje
de Bogajo, quietas y resistentes al viento y las inclemencias, como
estandarte de esos valores con los que nos moldearon nuestras madres para
crecer como las encinas, con los pies bien asentados en la realidad pero
siempre proyectándose hacia lo alto, hacia el horizonte, es decir, abiertas
a la esperanza.
Con el corazón de la encina, apretado, duro como el de nuestras madres, y
fuerte para sostener el peso de todas nuestras vidas, sus ramas, se hacen
las dulzainas, tamboriles y flautas que alegran las celebraciones de nuestra
tierra charra y que es la melodía entrañable de la memoria de mi madre, de
las madres de los presentes y de todas las madres de Bogajo.
A bailar y distrutar con las dulzainas, tamboriles y flautas, la melodía del
corazón grande y fuerte de nuestro querido Bogajo.
¡¡¡Vivan todas las madres de Bogajo!!!
¡¡¡¡¡Viva la fiesta de San Juan!!!!!.
¡¡¡¡Y viva Bogajo!!!!
MUCHAS GRACIAS