Ruta turística por la vía del tren
Rutas turísticas por la provincia salmantina

 Línea ferroviaria Excursión  por los Túneles del Águeda

 

     Como ya se ha comentado en la sección "Antigua vía ferroviaria", para unir la distancia de 9'5 km que hay entre las estaciones de La Fregeneda (de 483 m de altitud) y la de Barça d'Alva (de 155 m en el Puente Internacional) se construyó una vía ferroviaria en línea recta de 17 km, que contiene 13 puentes y 20 túneles. Estas infraestructuras convierten la zona en un marco incomparable, que debería ser visitado por toda la gente que tenga la posibilidad de hacerlo.

     La ruta La  Fregeneda - Vega Terrón, comúnmente conocida como la de los Túneles, comienza tras sobrepasar el km 107 de la carretera C-517, que une Salamanca con Portugal por La Fregeneda, tras haber atravesado el municipio de Lumbrales. En ese punto nace, a la derecha, un camino ascendente de 1700 m en suficiente buen estado para permitir el paso de vehículos, que lleva a la antigua estación de La Fregeneda (para ver una fotografía de la misma pincha en la flecha de la esquina superior derecha). Dicho edificio está construido en medio de un solitario y agreste paraje, en cuyas inmediaciones se contabiliza el km 61 de la línea férrea, primero de la serie que terminará en el km 78, una vez cruzado el Puente Internacional sobre e l río Águeda, al que se le viene acompañando desde su avistamiento a la salida del tercer túnel. Sucediéndose una tras otras las hermosas panorámicas de la zona, conviene prestar atención a las que se contemplan desde las salidas de los puentes 1º y 3º, desde el pasadizo abierto a la izquierda en el túnel nº 6, y a las magníficas estructuras de los más largos, que poseen unos puntos de observación bien elegidos en las inmediaciones.

     Eso sí, para disfrutar completamente de esos bellos parajes es primordial atenerse a una serie de consejos a la hora de su visita, como un comportamiento prudencial y sensato que evite una trágica caída; la utilización de calzado adecuado que evite resbalones a través de los pedregosos suelos de las travesías de esta bonita y placentera excursión; prestar atención para no coger un camino hacia la derecha situado aproximadamente a los 3 km, junto al 72 de la carretera y a la casilla nº 23, que te conduciría de vuelta al pueblo; organizar de antemano la visita de tal forma que alguien te recoja en el muelle de Vega Terrón para devolverte junto a tu coche, aparcado en la estación de La Fregeneda. También te recomendaría que visitaras el puente sobre el río Froya, a unos cientos de metros de la estación, ya que es uno de los más bonitos y espectaculares del antiguo recorrido de los trenes.

     En lo referente a esta ruta, recientemente apareció en la prensa local el siguiente artículo:

De La Fregeneda a Vega Terrón. Por Luis Falcón.

     La mañana de Viernes Santo amaneció soleada tras una fría y lluviosa noche. El rocío y la escarcha, junto a un viento gélido que bajaba de las montañas, amansaban el furor del sol. Cuando los buitres aprovechaban las corrientes de aire caliente para alzar su vuelo y planear sobre barrancos, fallas y paredones que dan lecho al mortecino cauce del Duero, a la búsqueda del putrefacto cadáver; cuando el jilguero entonaba su eterna canción, el grupo acaeció en las ruinas de lo que un día, parece no muy lejano, fue un lugar de tránsito, verde y bello, otrora la estación de ferrocarril de La Fregeneda: prematura imagen de una finitud que se presenta cierta en el resto de la ruta: dejadez de unos hombres que, borrachos de palabras, no ven más allá de sus verbos. Nada más comenzar la ruta, entre zarzales y extintos sauces, un negro socavón se interpone en el camino. Los caminantes penetran en sus entrañas linternas cual estrellas relucientes en el oscuro invierno. En la húmeda techumbre de granito, infinitos puñados de murciélagos se funden en un solo gruñido; ateridos de un murmullo que, por sus chillidos, no desean ni esperan, alzan el vuelo y revolotean sobre las cabezas de los caminantes. Otra vez la luz, ciega el sol y huele a tomillo y romero, hierbabuena y senserina que impregnan el aire de un aroma fresco que, en muchos tramos, asciende de las profundidades del cañón del Águeda que, aún bravío, rompe el silencio de la ladera. Goyo y Manoli, conocedores del camino, advierten de atajos,Fotografía obtenida de la portada de la publicación nº 32 de la revista "Amigos de Lumbrales" (Agosto de 1999) peligros y rincones donde el resto del grupo puede dar rienda suelta a su imaginación en la búsqueda de la mejor instantánea. José Manuel y Cefe, Víctor y Vanessa; Javier, María y Raúl; Sátur y Ramón que, gaita y tamboril en mano, lanza al aire melodías que transportan a antaño y, a su vez, cimbrean las penas ante el primer peligro: un abismal puente quita el aliento, maderas podridas, maderas que faltan, huecos que conducen al infinito. Uno a uno, cual hormigas temerosas del grajo justiciero, cruzan el cañón sobre raíles que un día tuvieron vida y hoy languidecen el sueño de los tiempos. El calor, a más de diez grados sobre el alto de la meseta, se hace agobiante. Un alto en la ruta para reponer fuerzas: encharcarse la cabeza humedecida del sudor, beber agua y degustar una tableta de chocolate. Es el momento apropiado para observar la profundidad orográfica del cañón, para rememorar aquellos tiempos de labrantía y sudor en terruños colgados de la ladera situados a varios kilómetros del pueblo. Instante que explica la vida de los antepasados, como ese corral orondo levantado con piedras superpuestas, encajadas como un perfecto rompecabezas y que, con sabiduría popular, cercaba a la piara de cabras y ovejas del temido lobo, la raposa o el gato montés. El grupo inicia, nuevamente, la marcha para cruzarse con otros grupos: jóvenes y mayores, niños y mujeres, nacionales y extranjeros, todos a través de una ruta bella, insólita y que, si alguien no lo remedia, acabará en el añejo baúl de la abuela con olor a alcanfor. Las vías del tren y sus traviesas, único camino, unas veces ayudan, otras se convierten en un continuo tropezón que impide una marcha continua por cantos desperdigados que nadie se ha detenido a colocar. El paisaje, cada vez más bravío en la zona española, se ve interrumpido por otro barranco, otro puente y el suspiro acechante de los caminantes. La sucesión de túneles explica la orografía de la zona: grandes moles de granito, fallas escarpadas, continuos y sonoros rápidos del Águeda que se ven salpicados por alguna reluciente playa en la orilla portuguesa, y vegetación mediterránea. Los caminantes se introducen en la oscuridad del socavón rocoso y, como por arte de magia, vías, traviesas y cantos desaparecen de sus pies. En la cúpula del túnel miles de murciélagos se apiñan, revolotean y, al cabo de los años de inactividad ferroviaria, sus desperdicios forman una espesa capa de fino polvo que hace más sutil el camino. Cerca de mediodía, cuando el sol empuja con sus rayos cabezas y espaldares haciendo más pesado caminar, la pendiente se hace más pronunciada. La vía, como una larga serpiente, se enrosca, agarra y serpentea la ladera hasta que, en el horizonte, una negra mancha rompe la similitud del trazado. Otro puente, ahora más largo, profundo y peligroso, provoca que los caminantes detengan, en actitud dialogante y dubitativa, su marcha. Varios cientos de metros separan el paso de la profundidad por donde, en épocas de lluvia, se presupone corra un alterado y veloz arroyo. Las maderas, en este paso, brillan por su ausencia en su mayoría, y las pocas que aún pelean con la lluvia, el sol y el hielo, crujen cuando algún pie osa tocarlas: el paso debe hacerse por el hierro con la abstención del vértigo, o bien por las traviesas más firmes. La peligrosidad, el aliento entrecortado y la mirada clavada en el horizonte se ven recompensados por la majestuosidad rectilínea de los arcos graníticos del puente. Obra arquitectónica que, desde las alturas ofrece una visión de acueducto roto, a saber por qué, con arcos y una espesa telaraña de hierro cuyas raíces cubren exuberantes chumberas, escobas floridas, pequeños enebros y flores primaverales. El grupo avanza, como también la jornada. El hormiguero humano se sucede en cada tramo: una pareja, sentada sobre uno de los contenedores rocosos de la vía, descansa y medita con la mirada perdida en los confines donde se confunden las distancias. Un fino ruido, como si se tratase de un rayo que agita los arbustos, sobrecoge a los caminantes: una raposa huye despavorida con las notas de las canciones que rompen el silencio del cañón del río. Otra vez: zarzas, hierbajos, tomillo, amapolas, margaritas, enanos enebros, escobas y, pobre él, un sauce que no es más que un triste esqueleto negro. El Águeda detiene su salvaje fluir, señal de que el Duero no está muy lejano, que los portugueses aprovechan para impulsar sus cultivos: nuevos paredones, remozados olivos, naranjos y, de cuando en cuando, un frutal. Los caminantes dejan atrás 14 túneles, varios puentes, miedos, sudor y la belleza introducida en su retina cuando el aroma campestre se transforma en un espeso vaho de asado con hierbas. La fatiga hace mella pero aún restan fuerzas para acercarse al Águeda y, en un recodo arenoso, sumergirse en agua gélida para pensar que el viaje por estos confines merece la pena.

Fuente: diario "Tribuna de Salamanca" del 12 de Abril de 1999.